Tan implacablemente como la fuerza aplasta, así implacablemente embriaga a quien la posee o cree poseerla. Nadie la posee realmente. En La Ilíada los hombres no se dividen en vencidos, esclavos, suplicantes por un lado y en vencedores, jefes por el otro; no se encuentra en ella un solo hombre que en algún momento no se vea obligado a inclinarse ante la fuerza. Los soldados, aunque libres y armados, no reciben menos órdenes y ultrajes:
"A todo hombre del pueblo que veía y gritaba golpeaba con su cetro reprendiéndolo así: '¡Miserable, manténte tranquilo, escucha hablar a los otros, a tus superiores! No tienes ni valor ni fuerza, no cuentas para nada en el combate, para nada en la asamblea...'".
Tersites paga caro palabras que sin embargo son perfectamente razonables y que se asemejan a las que pronuncia Aquiles:
"Lo golpeó; él se encorvó, sus lágrimas corrieron aprisa, un tumor sangrante se formó en su espalda bajo el cetro de oro; se sentó y tuvo miedo. En el sufrimiento y el estupor enjugaba sus lágrimas. Los otros, a pesar de su pena, se regocijaron y rieron".
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